Solvitur ambulando.
Resuelto caminando. O: se resuelve caminando.
Se atribuye la frase a Diógenes de Sínope, también llamado Diógenes el Cínico.
Vivió como vagabundo en las calles de Atenas y se dice que de día paseaba con un farol («en busca de hombres honestos») y dormía en una tinaja o tonel.
El mito cuenta que Alejandro Magno se interesó por el famoso filósofo y al verlo tan andrajoso le preguntó si podía hacer algo por él.
«Sí», le respondió Diógenes. «Hazte a un lado que me estás tapando el sol.»
Andar potencia el pensamiento.
Aristóteles acostumbraba caminar mientras disertaba. De allí el nombre de su escuela: peripatética; ‘ambulante’, ‘itinerante’ en griego.
Schopenhauer se levantaba a las siete de la mañana, luego se aseaba, tomaba un café y trabajaba en su escritorio hasta el mediodía.
Antes de almorzar tocaba la flauta y después continuaba leyendo hasta las cuatro de la tarde.
Entonces salía a caminar unas dos horas: independientemente del estado del tiempo y bajo cualesquiera condiciones climáticas.
Kant tenía organizada su vida como un reloj.
Y sus paseos diarios, y siempre a la misma hora por Königsberg (se dice que sus vecinos ajustaban sus relojes a su paso), le eran tan imprescindibles como las dos tazas de té que tomaba a las cinco de la mañana en punto para empezar a preparar sus clases.
La costumbre de pasear la había adquirido de su madre. Entonces todavía se llamaba Emanuel Kandt (con una ‘d’ intermedia en su apellido) y no había aprendido el hebreo (de allí el cambio a Immanuel).
Kant había perdido a su madre a la temprana edad de 13 años, pero su afán ilustrativo por todas las cosas con las que se topaban en sus paseos (piedras, plantas, las estrellas del firmamento), acicatearon su imaginación y su deseo de saber y preguntarse por todo.
Charles Dickens salía a medianoche a caminar por las calles y recovecos de Londres y podía recorrer hasta 20 kilómetros en una sola noche.
Lo cuenta en Night walks, crónica de sus paseos nocturnos por una metrópolis plena de indigentes y de gente sin techo durmiendo a la intemperie.
Rousseau forjó su fama de paseante solitario recorriendo París.
Al morir el 2 de julio de 1778 no pudo terminar de escribir Ensoñaciones del paseante solitario, libro autobiográfico que había dividido en diez capítulos titulados Promenades (‘paseos’).
«Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel» es el inicio de Borges y yo.
Esther Andradi se fue a Ginebra tras los «trotes del alma» de Borges.
Ciudad que el ciego infinito y laberíntico amaba porque allí le «fueron dadas muchas cosas: el francés, el latín, la amistad».
Cito, de un artículo de la misma Andradi:
Y, sin embargo, Ginebra marca el alma del Borges adolescente. Acaso porque la recorre en la edad del amor, de la amistad, de la búsqueda de respuestas a todos los misterios. De hecho, visita siempre que puede esta ciudad suiza. También en 1986 está allí, esperando la muerte, que llega el 14 de junio. Y en Ginebra está su tumba. ¿Qué tatuaje dibuja esta ciudad en su corazón? Algo sin duda muy especial, porque en su libro Atlas confiesa sin dudar: “Creo que siempre voy a regresar a Ginebra. Aun después de la muerte del cuerpo.”
[…]
Decido caminar por esta ciudad que desconozco, provista de su Antología personal y un aparato de grabación. Todavía no hay celulares para tomar fotos espontáneamente, y es mejor así. Prefiero prescindir de lo visual y registrar prioritariamente con los otros sentidos, como se deja llevar alguien que no ve.
Ulises relata el paso de Leopold Bloom y Stephen Dedalus por Dublín.
Leer la novela de Joyce -hay que imaginarse- es como recorrer la capital de Irlanda.
El héroe griego Odiseo (Ulises en latín) tardó diez años en regresar a la isla de Ítaca, después de haberse pasado otros diez en la guerra de Troya.
Joyce utilizó 267.000 palabras, con un vocabulario de más de 30.000, expuestas a lo largo de mil páginas (según la edición) para relatar un día en la vida de Bloom y Dedalus: el 16 de junio de 1904.
La novela de Joyce comienza a las ocho de la mañana de ese día y termina por la noche cuando Bloom regresa a casa y se acuesta al lado de su esposa Molly.
¿Cómo se titula este episodio final, el decimoctavo? Penélope, obviamente.
Kafka paseaba regularmente por el parque Steglitz de Berlín, la ciudad a la que tanto había ansiado llegar. (Odiaba, amaba y temía a su Praga natal, a la que llamaba ‘madrecita con garras’.)
Había alquilado un departamento en el barrio berlínés del mismo nombre -Steglitz- para compartirlo el mayor número de horas posibles del día con Dora Diamant, su último amor, amante, amiga, ayudante.
Por ella sabemos que una tarde encontraron en el parque a una niña que lloraba desconsoladamente porque había perdido su muñeca.
Kafka la consoló diciéndole que la muñeca no se había perdido: se había ido de viaje y él ya había recibido una carta de ella.
Kafka escribió ese mismo día una carta y al día siguiente le leyó a la niña las aventuras de su muñeca en tierras lejanas.
Fueron veinte cartas en total: en las que la muñeca fue creciendo y hasta llegó a casarse y por eso no podía volver.
Peter Handke (Austria, 1942) decidió salir un día a recorrer el mundo.
Su lápiz se lo pedía.
En noviembre de 1987 sale de su Carintia natal y cruza la frontera con Eslovenia para empezar en Jesenice su periplo. Se mueve a pie o en autobús.
Llega a Croacia y luego a Grecia. Vuela a El Cairo y de allí a París.
En enero se le vuelve a ver en Berlín, luego en Bremen, Fráncfort y Múnich.
En febrero es avistado en Bruselas y Brujas. Se le ve después en Tokio, Alaska y Londres.
En marzo visita Lisboa, Porto y la española Vigo. De León pasa a Arles, Viena y a la italiana Aquilea.
Siempre a pie y en autobús. En avión cruza los mares.
La lista prosigue, se retuerce -a veces en espiral-, se estira: París, de nuevo Eslovenia, Escocia, Normandía, Barcelona, Córdoba, Málaga, Milán.
Otra vez Viena, París, Múnich, Cannes, Venecia, Ámsterdam, Lyon, Valladolid, Salamanca.
No huye de la justicia. En movimiento, busca la palabra.
Su lápiz no se cansa de caminar. Su diario, de observar.
También su lápiz lo llevó a defender lo indefendible, hasta el punto de abogar por el criminal de guerra serbio e instigador de los conflictos balcánicos, Slobodan Milosevic.
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Continúa…
HjorgeV 31-01-2013