Le había dicho a su mujer que se dejara de huevadas.
Aunque su esposa no desconocía ese tipo de expresiones (era alemana, profesora de castellano y, además, no le gustaba que la llamara «su mujer»), la había usado en la discusión de la noche anterior y seguía sin arrepentirse.
La escalación de los hechos (ella diría que ‘escalación’ no estaba en el diccionario de la Academia) no se había hecho esperar y él al final había terminado durmiendo en el sofá.
Para evitar cualquier discusión, se había levantado más temprano que de costumbre y había salido de la casa sin hacer ruido. Y con el estómago vacío.
El día había sido de tortura. Se había quedado tan afectado que el asunto le había estado rondando en la cabeza durante todo el bendito día sin permitirle concentrarse en el trabajo.
Ahora había cumplido más mal que bien su jornada y tenía planeado llegar a casa y decirle a su mujer que no aguantaba más, que se preparara para la separación.
Antes había aceptado la propuesta de su colega Pudelsky, el polaco que llevaba más de veinte años en Alemania y acostumbraba a hacerse pasar por alemán a pesar de su apellido, y se habían tomado un par de cervezas juntos. Esa noche jugaba el Colonia y el polaco tenía, como siempre, entradas para Preferencial.
-Tengo otras preocupaciones ahora, Pudel. Gracias de todas maneras.
-Te vas a perder un partidazo -le había asegurado el polaco.
Desde que Lukas Podolski (de padres polacos, nacido en Polonia y nacionalizado alemán) se había convertido en un ídolo del club colonés y de muchos hinchas alemanes, Pudelsky había empezado a «recordar» de pronto sus verdaderas raíces y a hablar cada vez más de sus compatriotas.
-Pero tu apellido termina con y griega -solía martirizarlo Gómez.
-¡Lo dices por envidia porque ni siquiera tienes el pasaporte alemán! -era la respuesta estándar de Andreas Pudolsky.
Al salir del bar y decidirse a recorrer los cinco kilómetros de vuelta a casa a pie, trató de concentrarse en la posibilidad de adoptar la ciudadanía alemana (algo que se había jurado hacer solo cuando eso no implicara perder la peruana), pero no lo consiguió.
Notó que por primera vez en los últimos años de su vida apenas le importaba cómo jugaría el Colonia ni que acababa de desechar una invitación al estadio para verlo jugar.
El otoño empezaba a hacer sus habituales estragos en el follaje de los castaños, las hayas, los arces y los robles y, ya cerca de casa, estuvo a punto de resbalar con un montón de hojas secas frente al quiosco del turco Ali.
Por un deseo inmundo y repentino, entró y le pidió a Ali la botella de vino más barata de su surtido.
El quiosquero turco le sonrió, como si fuera capaz de intuir que la adquiría para hacerle una pasada a alguien.
-Te la regalo -le dijo a Gómez.
-Estás loco -respondió aturdido el ingeniero peruano, arrojando un billete de veinte euros sobre el mostrador y saliendo enseguida sin esperar el vuelto.
Siguió su camino cabizbajo, esquivando los amontonamientos de las hojas de los nogales de esa zona con la botella de un Chianti baratieri bien sujeta en la mano.
Lo tenía bien pensado esta vez, no como en las veces en las que su deseo había sido solo eso -un deseo- y no la determinación de separarse para siempre que ahora sí tenía en mente.
(Su madre lo aceptaría a la larga. Después de todo no habían llegado a tener hijos y las perspectivas de ver a su hijo libre para otra relación podrían aumentar sus esperanzas de ser abuela.)
¿O creía Suse que él podría seguir soportando detalles tan insoportables como la visita del tipo de la tarde anterior?
¿Qué marido podía aceptar que un desconocido se atreviese a tocar la puerta de su propia casa para preguntar por su propia mujer con una botella de vino en la mano?
-No seas tonto, solo era un colega del trabajo con un regalín -había sido la explicación de Suse-. Y, además, el vino era para mi padre -había agregado, como si se tratara de minucias que no necesitaban, en realidad, explicación.
-El cumpleaños de tu padre fue hace dos semanas, tesoro.
-El colega se equivocó de fecha, simplemente. ¿Qué se puede esperar de alguien que no es de la familia?
-¿Eso es lo que me quieres hacer creer ahora, que el vino era para tu padre? ¡Ja!
-Déjate de tonterías -le había dicho ella, sin hacerle demasiado caso, como de costumbre-. Si estuviéramos en el Perú y una colega tuya se presentara en la puerta con un regalo para tu mamá, seguro que no reaccionarías así.
Lo había dejado mudo con eso.
Luego habían intentado ver el programa de Jauch juntos en la televisión y habían vuelto a discutir. Más tarde, el sofá por toda compañía.
Habían llegado a un extremo insoportable.
En su mente solo cabían dos explicaciones: o era verdad que la botella de vino era para el padre de Suse (lo cual no aliviaba el asunto porque indicaba cierto grado de compenetración con el tipo, aunque fuera como colegas) o ella lo estaba engañando con él.
Si ella tenía un amante -o algo más, incluso algo menos-, era algo que a él ahora ya no le importaba, volvió a aseverarse.
Frente a la casa de los Schneider resbaló y cayó sentado para no romper la botella que llevaba en la mano.
Pensó, para tranquilizarse, en cómo descorchar la botella sin un sacacorchos y recordó el pequeño Victorinox que llevaba en su llavero (un regalo que se había hecho a sí mismo al cumplir los 35 y que nunca había usado).
Medio escondido tras unos arbustos del jardín de los Schmidt, tomó un largo trago de la botella. Desde su discreto escondite divisó a Jürgen Schmidt y su familia, cenando juntos. Sintió una mezcla de pesar, alivio, remordimiento y confusión. Todo a la vez. Tomó otro largo trago.
Ahora no le importaban más esas cosas. Otro trago.
Se acababa de desprender mentalmente de su mujer.
Que tuviera sus amantes. Se levantó, volvió a resbalarse y fue a caer debajo de un Toyota de doble tracción estacionado frente a la casa de los Krämer que nunca antes había visto por ahí.
Él no iría a prohibírselo. Otro largo trago tendido debajo de la camioneta.
Solo que a partir de ahora ella tendría que hacerlo sin él. Se quedó un momento así, inmóvil, tendido, contemplando la parte inferior de la carrocería del vehículo.
Porque él se había cansado y no quería saber nada más de ese teatro absurdo llamado matrimonio de años. Y sin hijos. Miró la botella que se había esforzado por mantener en posición vertical. Se la había acabado en apenas unos minutos. Recordó la discusión de la noche anterior.
-Tú sabes que te quiero a ti y solo a ti -había tratado de consolarlo Suse, sin contener cierta sonrisilla misteriosa que él la había interpretado de una manera aún peor:
¿Se acostaba con el otro solo por sexo?
-No me basta -había dicho él-. Si quieres a alguien más, prefiero hacerle espacio en tu vida.
-No seas tonto, vamos, cariño. No hay ningún «alguien más» en mi vida. En todo caso eres tú -había rematado ella, pasando a explicar que se refería a que lo consideraba como esposo y amante, amigo y bla, bla, blá.
Antonio Gómez había terminado maldurmiendo en el sofá, agostado por la rabia y la incertidumbre. Rodó, se levantó sacudiéndose la ropa y continuó su camino, aún con la botella vacía en la mano. Vio que la puerta de los Schneider se abría y corrió para no ser visto.
Ahora se encontraba a pocos metros de su casa dispuesto a entrar y comunicarle su decisión a su mujer.
Era el final definitivo. Punto.
Que ella hiciera con su vida y sus amantes (portadores de botellas de vino) lo que quisiera.
Pero no con él. Decidió entrar por el jardín y acceder por la puerta de la cocina.
Y así, tal como se lo había pensado y planeado, había irrumpido en la casa, había tirado el maletín sobre el sillón de la entrada (tal como a ella no le gustaba, porque era de anticuario) y se había dirigido luego a la sala. No estaba borracho pero tampoco sobrio. Le daba igual.
Entonces había encontrado al tipo.
¡Allí, sentado en su sillón personal, bebiéndose una cerveza de las suyas!
Vio que vestía medias blancas de tenis, una pantalón anticuado y que del cuello de su camisa asomaban largos vellos negros y grises.
¡Y, para más inri, se encontraba viendo el partido del Colonia que él tendría que estar viendo allí, en su propio sillón!
De haberlo sabido, habría aceptado la invitación de Pudolsky.
El efecto del vino lo ayudó a mantener la calma. Se sentía adormecido. No sabía qué hacer. Por no saberlo, lanzó otra mirada a la esquina de la sala donde tenían el televisor.
El tipo mantenía una de sus botellas de cerveza en la mano y, al parecer, seguía sin reparar en su presencia de lo concentrado que estaba en el partido. De cuando en cuando hacía una mueca de satisfacción o fastidio por alguna jugada y emitía sonoras interjecciones, moviendo la mano libre en el aire.
-¡No, estúpidos!
-¡Eso, eso, ahora!
De haber sido Antonio Gómez un tipo, digamos normal, uno del montón acaso, tal vez su reacción habría sido otra: un portazo para abandonarlo todo, acaso una bofetada al amante antes.
Peor, o mejor aún:
Acaso habría abandonado la casa en silencio, sin hacérselo notar a ninguno de los dos. Que fueran felices y comieran perdices. La vida tenía grandes derrotas, lo aceptaba. Que le permitieran empezar nuevos juegos, nuevos partidos en su vida.
De haber sido otro, Gómez habría dejado sus pertenencias y nunca más las habría reclamado.
Acaso se habría regresado para siempre a su país esa misma noche y habría cumplido uno de los sueños de toda persona desde que se había inventado el matrimonio como núcleo de la vida social:
Iniciar de la noche a la mañana otra vida, en otro lugar.
Pero no, la inesperada presencia del amante de su esposa sentado en su propia casa lo había sorprendido de tal forma que lo había paralizado.
-¡A la izquierda! ¡Pásala a la izquierda que está libre!
-¡Dios, qué disparo!
¿Dónde se había metido ella?
¿Estaría preparándole algo de comer?
Caminando de puntillas se asomó a la puerta de la cocina. La luz estaba encendida, pero no había nadie. Sobre la mesa de trabajo vio cuchillos, una lechuga a medio cortar y un tomate. En la tostadora, dos rodajas de pan negro lo miraban sorprendidas.
Empezó a temblar de los puros nervios. Tenía que aceptarlo. El amante de su mujer lo había sorprendido.
Para empezar, no era el tipo que él se había imaginado.
No era el amante acicalado y esbelto, de buen vestir y mejores modales. No era el joven de la voz profunda y la mirada calante («Tampoco está en el diccionario, amor», lo podía escuchar como si saliera de sus labios) y caliente.
¡Este pobre tipo parecía salido de un manual de qué defectos evitar al convertirse en adulto!
Encima, era un poco barrigón.
Pero el peor error, el primigenio, el fundamental. El elemental. Lo había cometido él mismo.
Sin saber qué hacer (llamar a la policía había sido la otra alternativa) hasta que apareciera Suse, se había dirigido al tipo y le había hecho la pregunta del millón.
-Oiga, ¿por lo menos podría decirme cómo van?
¿Por qué no se había fijado simplemente en el marcador del ángulo superior de la pantalla? Era, después de todo, su propio televisor.
-¡Cero a cero! -había respondido el otro, entusiasmadísimo-. ¡Se está perdiendo un partidazo, mi amigo! El Colonia se ha perdido varios goles ya. De un momento a otro tiene que caer uno.
Ni siquiera lo había saludado el tipo.
Se había portado como si se encontraran en un bar cualquiera.
Pero que el Colonia se hubiera perdido varios goles lo compensaba.
El amante de su mujer le había respondido con el entusiasmo de quien se alegra de que le pregunten por las cosas que le gustan, pero con la indiferencia de quien no quiere ser molestado. Luego había agregado, combinándolo con un trago de cerveza y buen humor:
-¿Por qué no se sienta? Después de todo está en su propia casa, amigo. Apenas termine el primer tiempo le explico todo.
Gómez le dijo que también quería una cerveza y se ausentó por un momento para ir a la cocina por una.
Cuando el corazón dejó de darle saltos y el Colonia metió su segundo gol a la media hora de juego, decidió que dejarían la discusión para el final del partido. Después de todo, se dijo tras la cuarta cerveza, ya había tomado la decisión de separarse de Suse y ya todo le daba igual.
La pausa intermedia se la pasaron hablando de los últimos partidos del Colonia, del nuevo entrenador y de las posibilidades de que el equipo llegara a optar a la Liga de Campeones. Se alegró de poder entenderse con el futuro esposo de su mujer. Eso era algo que siempre había escuchado de ajenos y que le había parecido un imposible muy lejano.
Cuando Suse llegó alterada a medianoche y trató de reprenderlo por haberse tomado la cerveza de todo un mes y no haberla llamado, apenas escuchó sus protestas.
Ni siquiera se enteró del todo de qué había sucedido, lo había escuchado de labios del tipo y tampoco le había importado.
El Colonia había ganado 3:0 en casa y al día siguiente habría un ambiente de carnaval en toda la ciudad. Un 3:0 era un marcador que ayudaba a vivir por lo menos durante dos semanas.
Luego vendrían las derrotas y otra vez la esperanza y el miedo.
La vida de siempre.
Ahora solo quería dormir su borrachera.
Trató de reír cuando su esposa le contó que había salido corriendo porque los Schneider la habían llamado para contarle que lo habían visto herido debajo de un automóvil y que ella se había pasado buena parte de la noche buscándolo en los hospitales más cercanos, pero solo alcanzó a hacer una mueca.
Dormiría otra noche en el sofá. Qué más daba.
Además, el tipo le había caído bien, sin ser su tipo de amigo.
Creía haber entendido que se había acercado a disculparse personalmente justo cuando los Schneider habían llamado y Suse había salido corriendo, dejándolo solo en la casa.
Nunca terminaría de comprender a los alemanes, pensó, antes de empezar a roncar.
.….HjorgeV 30-10-2011