ESA COJUDEZ INCURABLE: Impresiones croatas (y II)

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Para el que gusta de asarse a las piedras, encontrará en Croacia un paraíso.

Kilómetros de kilómetros de paradisíacas playas (de piedras, guijarros y piedrecillas), de aguas límpidas y de bellos colores, muchas de ellas solitarias.

Con montañas verdes que parecen acercarse al mar solo para abrevar un momento en sus aguas como enormes dinosaurios o paquidermos gitantescos y amorfos.

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Es el país –creo no equivocarme– con el mayor número de playas consideradas como las más bellas del mundo.

Y con un verano de sol abrasador, candente, consuntivo, africano; y puntual y regular como un mecanismo de relojería suiza.

Ni una nube, si se me permite exagerar.

Por suerte, la mayoría de departamentos y casas veraniegas, así como muchos negocios, poseen aire acondicionado.

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Ahora, para alguien como este servidor, que siempre ha esperado ansiosamente el verano para darle a la pelota (ahora con mis dos hijos menores), corretear por la orilla y zambullirme luego en el mar sudando y terminar corriendo a pecho las olas:

La falta de arena es, por lo menos, una pena.

Pero, el que gusta del Asado a las Piedras, como decía, estará en su paraíso. 

Personalmente, a pesar de venir de Lima y de estar acostumbrado a los rigores del calor, he preferido pasar la mayor parte del tiempo dentro del departamento, al amparo del aire acondicionado y corrigiendo mi novela.

Sí.

Escribir. Esa cojudez incurable.

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Tiene su precio, claro, para el turista, lo de estar en el país con un gran número de las playas consideradas como las más lindas del planeta.

Porque la mayoría de ellas está en las más de mil (1.000) islas que posee Croacia.

Con lo que eso significa en transporte (logística, horarios, desplazamientos), dinero y tiempo.

Pero debe valer la pena para parejas recientes, sin hijos o con muy pocos.

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Nuestro grupo de siete personas visitó la turística Hvar (pronunciar simplemente Juar) y, a pesar del turismo relativamente masivo y de su gran tamaño (no es posible notar de un vistazo que es una isla), resultó una experiencia gratificante.

Lo fue solo el hecho de cruzar en transbordador el ondulante océano y recibir la brisa marina en el rostro durante un par de horas.

Travesía que también aproveché para que un simpatiquísimo niño croata de doce años, que conocí en la cubierta del ferry, me enseñara su idioma.

(Gracias, Lovre.)

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Lo primero que me llama la atención al llegar a la vecina Split (la segunda ciudad de Croacia después de Zagreb) es una palabra del portugués brasileño escrita en algunas paredes.

Torcida.

Es el nombre de la hinchada del club local, escrita debajo del emblema del club.

Y demostración de que las palabras y, no solo las personas, también pueden llegar muy lejos.

Sin que se sepa, muchas veces (pregunté a muchos lugareños), de dónde proceden.

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He llegado con J. a Split.

La idea es visitar el mercado porque esta noche hemos quedado en preparar pescado a la parrilla (después resultará una de mis mejores experiencias culinarias) en el jardín de su casa.

Llevo mi cuaderno de apuntes en la mano.

En él voy apuntando de todo para poder aprender durante estas vacaciones algo de hrvatski (pronunciar ‘jervatsqui’, con acento en la a), una lengua eslava, muy emparentada con el ruso por lo tanto.

Para poder hacerme entender en la panadería, en el supermercado y al pedir una cerveza o la cuenta.

Y lo consigo, con la desventaja de hacer creer que domino el idioma y enseguida tener que explicar con manos y pies (como se dice en alemán) que no paso sino de simples rudimentos.

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El alfabeto croata tiene una serie de letras que no poseen ni el castellano ni la lengua del país que habito (alemán):

ć, č, đ, š, ž

Letras que inicialmente impresionan y que se suman a cierta inclinación del idioma croata por suprimir las vocales entre las consonantes.

Así, uno suele encontrarse con palabras de cuatro y hasta cinco consonantes seguidas y solo dos o una vocal perdida al final: Izvrstan, prženi.

Si, ya en el alemán, la presencia constante de tres y más consonantes seguidas (schrecklich, aussprechen, Peschstrasse) pueden impresionar a un castellanohablante, el croata, por así decir, asusta.

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Sin embargo, superado el susto inicial, la pronunciación (para alguien acostumbrado al castellano y al alemán, por lo menos) no es tan difícil como parece y solo es cuestión de practicar, como todo.

La z croata suena como la s alemana o italiana (un zumbido de abeja).

La s croata es más o menos como la española.

La c, por su parte, es como la z que se pronuncia en gran parte de España.

(Ibica, un nombre croata, por ejemplo, se pronuncia Ibiza: con la zeta peninsular que a veces es solo una d si va al final: Madriz, maldaz, necedaz.)

La ć es simplemente nuestra ch.

La ž suena como nuestra ye, etcétera.

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Me ha costado un par de semanas de ejercicio, más bien eventual.

Pero ahora puedo leer el diario (sin entender, por supuesto): o sea, más o menos cualquier palabra en croata.

Por suerte para mí, los «nuevos» sonidos los conozco ya del alemán y de la pronunciación argentina (¿o solo bonaerense?) de la elle y de la ye.

Así, kukuruz prženi (maíz tostado) se lee, más o menos, como ‘cucurus peryeni’.

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En Split empezamos a preguntar por El País.

En un quiosco del malecón del bonito puerto turístico (mi acompañante croata me cuenta que durante la guerra llegaron a estallar aquí solo un par de granadas, pero que el turismo descendió considerablemente) encontramos finalmente algo de prensa extranjera.

No pongo objeción cuando recibo un ejemplar de El País de muy pocas páginas por el que pago 27 kunas (casi 4 euros).

Ni siquiera objeto nada cuando veo que es de anteayer.

Lo que me duele es que había esperado un ejemplar de hoy sábado. Por el anhelado suplemento Babelia.

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También me traje a este viaje Nueve dragones (Nine Dragons en el original) de Michael Connelly.

Tengo la versión en alemán, la misma que me había decepcionado por todo lo alto cuando recién salió hace un par de años.

Connelly era uno de mis favoritos.

Últimamente, solo un autor más, dedicado a cumplir su contrato esclavista con su editorial. Debo imaginarme.

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Un contrato también puede ser esclavista aunque se gane millones con él.

Peor aún: te puede anular como escritor, como le pasa a la mayoría de escritores superventas cuando alcanzan cierta fama.

Ahí está el caso Dan Brown por ejemplo, de quien el crítico Peter Conrad ha dicho:

«Creía que Dan Brown era simplemente malo. Ahora, después de leer la última versión del thriller apocalíptico que reescribe cada pocos años, sospecho que, además, podría estar loco.»

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No encuentro otra explicación ante esta novela de Connelly que parece escrita para la televisión alemana.

Quiero decir (porque es lo que conozco) para ese público que, a pesar de la calidad de sus escuelas e instituciones educativas, es capaz de tragarse cualquier cosa frente a la caja tonta.

Leída con menos expectativas, con menos presión (entonces esperaba un novelón), Nueve dragones, esta vez, ya no me ha parecido tan pésima.

Pero que Connelly ha optado por soluciones efectistas y manidas, por el recurso adrenalínico y tipo Hollywood es algo que ya no se puede ocultar.

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En El País me encuentro con dos frases que amortizan, ellas solas, las 27 kunas pagadas.

Una es de Arthur Miller:

«Un periódico es una nación hablando consigo misma.»

La frase la cita el periodista y escritor canario Juan Cruz, de quien es la segunda frase que rescato:

«En España estamos haciendo creer que dialogar es gritarle al otro que no tiene ni idea de lo que está hablando.»

En Alemania, me digo, no gritan. Saben guardar las formas.

Pero piensan exactamente lo mismo.

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He estado mirando, como observando sus reacciones, a lo largo del par de semanas que he estado aquí en la costa croata, uno de los libros que traje.

Lo he mirado con una mezcla de desconfianza y desgano.

Como esperando que sea él quien me diga algo.

El ejemplar que tengo me lo regaló -y dedicó- Norberto G., un gran amigo argentino que tuve en Colonia, fascinado él mismo por la magia de Javier Marías (Madrid, 1951).

Recuerdo que cuando me lo dio, yo acababa de echarle una mirada a la novela y me había parecido bostezante.

Debí delatarme gestualmente cuando Norberto G. me entregó su regalo (acaso tratando de ser consecuente y honesto conmigo mismo), porque él también se delató con el suyo.

Debo haberlo herido sin habérmelo propuesto ni deseado.

(Así es la vida, también, llena de heridas hechas sin querer.)

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Recuerdo que aquella vez me atraganté muy temprano con Corazón tan blanco, apenas en las primeras páginas, con párrafos como este:

«Eso fue hace mucho tiempo, cuando yo aún no había nacido ni tenía la menor posibilidad de nacer, es más, sólo a partir de entonces tuve la posibilidad de nacer.»

¿Economía de medios?

¿Le dice eso algo a alguien?

¿Importa (algo)?

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Lo recuerdo ahora que recorro la costa croata: una sucesión de viviendas modernas y antiguas, edificios por terminar junto a otros olvidados, terrenos baldíos, veredas destrozadas o solo parcialmente construidas, como si se hubiera terminado el dinero que prestaba el banco.

Y siempre, otra vez, una nueva construcción, un nuevo inicio, un terreno que se vende.

Una metáfora de la Europa que se viene. La falta de continuidad, me digo, también tiene su encanto.

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He intentado leer varias veces esta obra cumbre del celebrado Javier Marías.

Y me he vuelto a encontrar con una escritura circular, redundante, como enamorada de sí misma: acaso como en busca del tiempo perdido leyendo En busca del tiempo perdido, si alguien quiere entenderme.

Más que circular: una escritura espiral.

Más de teje-teje que de maneje, como si Marías no quisiera desmadejar sino hacer -más bien- más densa e impenetrable la madeja de letras que va creando.

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Entonces llego a un pasaje (dios, ¡he llegado a la página 77 sin dormirme!) en el que el narrador detalla una conversación en la que está haciendo de intérprete y ya ha empezado a dejar de traducir y rellenar o alterar el contenido libremente.

Transcribo:

«Mientras iba traduciendo la larga reflexión de la alto cargo (me abstuve de verter ‘Hmm. Hmm.’ y empecé por[…]»

Esta parte me hizo recordar el famoso microrrelato de Monterroso:

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.»

Que el hombre apareció sobre la Tierra muchos millones de años después de la desaparición de los dinosaurios, es decir, que nunca coincidieron, no sé si sea algo que interese a los lectores de Monterroso.

Pero, ¿qué descerebrado puede pasarle por alto a Marías eso de «me abstuve de verter ‘Hmm. Hmm.’»?

¿Quién con un par de gramos en el cerebro?

¿O puede decirme Marías, cómo se traduce ‘Hmm.Hmm.’ a nuestro idioma?

Mi propuesta: Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.

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Leyendo, mejor dicho, esforzándome por leer a Marías (debe tener su encanto, como tiene el ponerse a contemplar a una abuela de las de antes tejiendo sentada a la vera del camino que es su calle de pueblo, sino no habría recibido tantos premios y reconocimientos literarios), tuve que pensar en Isabel Allende.

Porque Marías también tuvo un gran éxito comercial en Alemania.

Y en el caso de doña Isabel, la traducción mejoró (si me permiten la sinvergüencería) su obra.

(¿Por qué no? Uno siempre lee al traductor y no sabe cómo es la obra original.)

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En el supermercado Konsum hacemos las compras y en la sección de carnes y embutidos, consigo hacerme entender.

La carne, que, por el precio, pensé que iba a ser uno de esos casos más de «dale, que lo importante es que sean proteínas», resulta excelente.

Después del almuerzo, vuelvo a Marías.

A sus frases largas, muchas veces larguísimas, otras veces más que largas: relargas, como si quisiera alargarlas por el puro placer de hacerlas más largas y regodearse en su largura, en esa condición de largas que solo las frases largas, etc.

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Y tuve que pensar en Isabel Allende y su éxito en Alemania.

Porque las frases de Marías, tan largas que a veces es necesario releerlas para saber cuál era su objetivo o plan, o para no extraviarse en la nada (es posible saltárselas sin temor de estar perdiéndose algo fundamental o importante del relato), van muy bien con cierta facilidad del idioma alemán para formar frases subordinadas y relativas.

Abrazativas, se podría decir.

La especialidad de la casa. Y, también, de toda una pléyade (Pléiade) de pensadores germanos que muchas veces (debo imaginarme) ni a sí mismos se entendían y que acaso escribían para poder entenderse (lo conozco):

Una escritura tan circular y plena de recovecos y escollos en medio del camino, que solo recién cuando se la observa desde arriba y muy alto, uno se da cuenta de que se trata de una especie de laberinto circular.

Sospecho, por lo tanto, que a Borges le habría encantado Marías, pero no necesariamente por su escritura.

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Termino El País y estas líneas con una lectura, precisamente, de su última página.

Y el texto me entusiasma tanto, que le ruego a mi esposa que me permita léerselo en voz alta.

Las mujeres, esas sentimentales, ya se sabe.

(Lo que menos se sabe -o se sabe y se mira para otro lado o no se dice- es que los hombres somos igual o peor de sentimentales.

Solo que hemos construido todo un mito femenino para protegernos detrás.)

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Es un texto de Guadalupe Nettel (una escritora mexicana -poca adivinanza con ese nombre- y autora de El matrimonio de los peces rojos), con un título que me deja extrañado: Madelaine.

Con todo, concluyo la lectura (que empieza como una gran promesa narrativa, mejor aún: como una novela) asombrándome de la conclusión a la que llega Nettel (o la narradora, porque no sé si se trata de una ficción) después de comprobar que su hija no se ha ‘perdido’ por la mala influencia del padre.

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Transcribo:

«Entonces empecé a hacer cuentas: la madre de Víctor, una mujer ordenada y de costumbres conservadoras, había sido a su vez hija de una cabaretera con un hombre casado. En lo que a mí respecta, debo la rebeldía de mi primera juventud a las reglas estrictas que siempre recibí en casa. Si quería que mi hija tuviera una vida estable y con estructuras, alejada del vicio y de la bohemia, nada podía venirle mejor que el contacto frecuente con su padre.»

Aparte de este inesperado final más bien flojo como tal (¿o el texto es de una serie que continúa?), uno se dice que si así fuera de fácil la vida, bastaría con hacer las cosas muy mal.

Entonces la siguiente generación sería -automáticamente- mejor, porque haría lo contrario.

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Sonrío mientras esto escribo y contemplo a los paseantes desfilar por mi mesita frente a la playa.

La mayoría son de los países más cercanos (Eslovenia, Hungría, Polonia, Chequia: solo un par de italianos y alemanes entre ellos) y la mezcla de idiomas desconocidos me descoloca parcialmente.

Escribir; mientras otros se extasían simplemente con la contemplación del bello atardecer.

(La zona donde me encuentro está a oscuras porque el dueño ya cerró y los pasantes solo deben ver mi rostro iluminado por mi portátil en la oscuridad, como una especie de aparición fantasmagórica.)

O sea: extasiarse contemplando como otros se extasían.

Escribir, me repito, a solo un día de volver rumbo a Alemania:

Esa cojudez incurable.

Lo.

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HjorgeV 20-08-2013

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