EL ESCRIBIDOR DEL METRO DE COLONIA (Relato)

Había terminado el día y apenas había hecho tres encargos. Lo suficiente para justificar las horas allí, se dijo. Se subió el cierre de la gruesa chaqueta que llevaba y se dejó llevar por la escalera mecánica de regreso a lo que él llamaba la Realidad, la ciudad de verdad, la de allá arriba. No la subterránea del metro colonés y sus seres raros. Por uno de los letreros informativos de última tecnología supo que su tranvía pasaría en unos pocos minutos -seis-, que utilizaría en observar a los transeúntes de esa hora de la ciudad. Transeúntes de esta hora de la ciudad repasan mi espera, una y otra vez, inmisericordes.

-¡No lo puedo creer! –escuchó, de pronto, a sus espaldas, sin reconocer la voz.

Por un momento, dudó en si debía voltearse o no. Pero le habían hablado en castellano, su idioma, no en alemán. ¿Quién podría ser?

-¡Hermano! ¿Quién hubiera dicho que aquí te iba a encontrar, a un paso de la tumba de los Tres Reyes Magos? ¡Carajo, qué gustavo!

¿Qué gusto? ¿Quién podía hablar así? Sin voltearse aún, percibió que el sujeto se le acercaba peligrosamente con los brazos abiertos.  En unos instantes estaría a su lado. ¿Pensaba abrazarlo? ¿Quién era? Dios, ¿cómo podría escapar de esto? ¿Tres Reyes Magos había dicho? Cuando ya solo le quedaba la posibilidad de agacharse para escapar del contacto físico o empujar al desconocido para evitarlo, recordó lo de la tumba. Se decía que en la catedral de Colonia se encontraba la tumba de los Reyes Magos. Recordó. Solo podía tratarse de una persona, alguien capaz de salir de Lima para llegar a una ciudad renana como esta solo por perseguir una obsesión. Entonces, se dio la vuelta, lo encaró, soportó el abrazo, sonrió por compromiso, luego por propia decisión. ¿Lo había encontrado por casualidad o lo había estado buscando todo este tiempo?

-Las casualidades, mira las casualidades –se escuchó decir.

-La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, como decía el gran Rubén -lo escuchó decir y reír a carcajadas cortas-. ¡Cuenta, maldito! –agregó el otro, el loco.

Sonrió. No tenía mucho que contar, en realidad. Empezó a recuperar la tranquilidad, la mesura en la respiración.

-Cuenta tú –se escuchó decirle.

-Me dijeron que te podía encontrar aquí, en esta estación del tranvía, pero esos conchesumadres de compatriotas que me encontré en un bar a un paso de la plaza Barbarossa no me dijeron que el Neumarkt tenía varias entradas y salidas. Dicen que te dedicas a escribir cartas de amor de forma ambulante, ¿es cierto? ¿Es verdad? ¿En plena era digital, un peruano escribiéndoles cartas de amor a los alemanes y en alemán, además? ¡Increíble, huevón! Pero dicen que de eso te ganas la vida. Cuenta, cuenta. ¿Qué hay de cierto en eso?

Sonrió, movió la cabeza, se balanceó un poco, demorando su respuesta. A lo lejos, observó que la línea 7 se acercaba. En unos segundos podría concluir ese inesperado encuentro quirúrgicamente: bastaría un salto preciso al tranvía justo antes de que se cerraran sus puertas y asunto resuelto.  Una mirada furtiva hacia atrás, bastaría, luego. Se sabía muchos intervalos más o menos exactamente: lo que duraba en promedio una parada, el tiempo que transcurría desde que bajaba o subía el último pasajero hasta que el conductor pulsaba el botón de cierre de las puertas; el tiempo que necesitaba una puerta para cerrarse del todo. Enrique (porque así se llamaba el loco, desvergonzadamente: Enrique) quedaría atrás nuevamente en su vida, esta vez con un simple salto de sus pies. Recordó los días de Barcelona. ¿Cuántos años habían pasado? Los sueños regados de vinos carísimos y cenas de nunca acabar. Las rondas por tabernas y discotecas hasta la madrugada, el paso a drogas más fuertes los fines de semana. El descalabro financiero, luego, el final. La revista literaria  que iba a romper todos los moldes y que nadie había comprado. La vuelta a Alemania con deudas hasta el cuello, a empezar todo de nuevo. Desde cero. Enrique -a punta de telefonazos desde España- había conseguido que dejara Colonia por Barcelona y todo había marchado bien al comienzo. Pero había sido porque entonces aún no tenía familia, era un hombre solitario con una mochila imaginaria inmensa sobre sus espaldas y dentro un solo sueño: escribir.

-No me mires con esa cara de asustado –dijo de pronto Enrique, colocándole su mano izquierda sobre su hombro derecho, como quien da un pésame a un amigo y no sabe qué decir-. Solo quería saludarte.

-Te va bien, por lo que veo –se escuchó decir. Quiso agregar inmediatamente que no lo decía por envidia, sino por una especie de alivio. La de no haber visto a uno de los compañeros de naufragio desde la vez que habían nadado desesperadamente en la oscuridad y  comprobar que había llegado a salvarse.

Enrique sonrió, por su parte, con la añadida confianza y la satisfacción del que ha alcanzado lo suyo a punta de haber mirado el vacío con la lengua afuera, de cabeza y a gran velocidad en alguno de los túneles rabiosamente circulares de la vida.

-No me puedo quejar. Y no te asustes, no vengo a proponerte ninguna locura esta vez.

-No sabría qué ofrecerte ahora, Enrique. Disculpa.

-No te preocupes, hermano. Tomemos algo, vamos, yo invito.

-Apenas he sacado para lo básico hoy –le insistió,  para dejar claro que no era porque no quería, y observando con cierto vacío interior creciente que el tranvía de la línea 7 acababa de cerrar sus puertas y empezaba a alejarse.

-¿Trabajas aquí?

-Si se puede llamar trabajo -alcanzó a decir, como adquiriendo valor, curiosamente.

-¿Entonces es cierto que te ganas la vida así? -preguntó Enrique, con entusiasmo-. ¿Sí?¿Es verdad?

Asintió con la cabeza. Escuchó su propia voz diciendo «Sí». Quiso explicarle que lo veía como cualquier otra ocupación.

-Qué increíble, qué increíble -dijo el loco, moviendo la cabeza de un lado a otro-. En verdad, ahora que lo he comprobado, me gustaría hacerte una propuesta.

Enrique debió leer su cara de déjalo, ya lo conozco, no, gracias.

-No, no. No me malentiendas. Esta vez las cosas serán diferentes. No quiero que escribas ni organices nada. Solo deseo información de tu parte. Cómo llegaste a esto. Cómo captas a tus clientes. Cuánto cobras, esas cosas.

-Me estás tomando el pelo, déjalo, Enrique –se escuchó decir, y empezó a sentir un cansancio infinito, mucho peor que el que sentía cuando se pasaba días  enteros sin que nadie requiriera de sus servicios. Pero el día siguiente sería viernes, luego vendría el sábado, el mejor día de la semana. Tenía clientes bastante jóvenes que pagaban muy bien por un par de frases certeras pensadas para convencer a las más indecisas.

-No seas huevón, compadre. Se trataría de un reportaje serio. ¿Qué te parece? Escucha: Peruano escribe cartas de amor para alemanes de forma ambulante. O: El escribidor del metro de Colonia. ¿Ah? O esta otra, escucha: Un oficio rescatado de las entrañas de Latinoamérica, el escribidor ambulante. Si resulta atractivo, podría traer a un camarógrafo, también. El canal lo pagaría todo.

¿El canal?

-Déjalo, Enrique –le dijo, observando cómo el tranvía de la línea 79 se detenía justo frente a ellos, una línea que no había visto en los largos años que llevaba en la ciudad.

-¿Estás loco o qué? Te podría pagar una luca si eso es lo que quieres, huevón. No tendrías que escribir ni una sola línea. Solo contar tu caso, como quien trata un tema cualquiera. Nada más. Dejar que te filmemos trabajando en el subterrráneo. Y del resto nos encargamos nosotros.

-¿Como locura, no?

-Oye, oye, no te pongas así -empezó a decir Enrique, levantando las dos manos como prueba de su inocencia-. ¿Acaso vendes chicles o caramelos?

-¿Como quien filma la vida de un loco de la calle, no?  -se escuchó agregar-. ¿Eso es lo que te interesa, no? Déjalo, Enrique. Solo trato de ganarme la vida, mira –terminó de decir él, saltando a la opción quirúrgica con un preciso golpe de tobillos, como quien se lanza de regreso al agua tras ser salvado con mucho esfuerzo, justo antes de que se cerraran las puertas del tranvía, como quien prefiere eso a compartir la vida con  otro náufrago en tierra firme, cayendo con precisión dentro de la 79, una línea que no sabía adónde diablos lo iría a llevar ahora, porque no sabía siquiera que existía.

HjorgeV 17-01-2009

Dedicado a F.V.T.

2 comentarios sobre “EL ESCRIBIDOR DEL METRO DE COLONIA (Relato)

  1. Je je..parece que el relato te lo inspiraron los Reyes Magos; una epifanía apócrifa del siglo dos equis y un palito :o)
    Tras la digna mirra de rabia, compasión y dolor con la se intenta embalsamar a los inocentes, un hilito de oro, un perfumado incienso que llene el aire de libertad.
    Dedicado al desconocido.
    Muy agradecido por su parte.

    Rpta.: Son esas tonterías que uno escribe. Empezó con una imagen. Saludos. HjV

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